La última historia de Homero Escribano – de Jorge Burel
Un desconocido llamado Homero Escribano propone contarle su singular historia a Florencio Poquintesta, responsable de artes y letras del periódico El Nuevo Mercurio. Promete sorprendentes revelaciones y una cuota de escándalo.
A partir de libros y documentos, Poquintesta investiga los textos de un par de escritores, y la indagatoria, sumada al testimonio de Escribano, terminará desnudando el impensado doble fondo de algunas creaciones.
La última historia de Homero Escribano, novela de un humor malicioso sembrada de referencias al mundo periodístico, literario y editorial, dirige una mirada ocurrente y excéntrica al empedrado camino que conduce de las ideas a la escritura.
Jorge Burel
Jorge Burel (Montevideo, 1956) ha trabajado como periodista en prensa, radio y televisión. Siempre editado por Fin de Siglo, mostró sus variados intereses abordando asuntos y géneros diversos: Montevideo y los sentimientos que provoca (Montevideo: de puño y letra, 1992, como compilador); los viajes y su crónica (Los Piratas del Alma, 1994); el viento y su relación con los mitos y la poesía (El Viajero Invisible, 1996). También incursionó en la ficción (El Ministro y la Ballena, 2008) y en las memorias de una amistad (Iván Kmaid, El gran Turco, 2010). El hijo del Capitán Nemo (2013) resultó un testimonio personal y apasionado sobre su amor por la lectura y los libros. La última historia de Homero Escribano es su segunda novela.
Un fragmento
«“Soy, y siempre lo he sido –me dijo– un hombre con una excepcional capacidad para inventar historias, pero sin ningún talento para narrarlas con corrección y un mínimo de interés que justificara el trabajo de su lectura». La imposibilidad de expresarse sobre el papel con el resultado de atraer a cualquier hipotético lector había sido su drama. Estando en perfectas condiciones de haber imaginado cualquiera de las ficciones que hemos admirado en los libros, en ningún caso podría haberlas escrito. Algo en él, cuya naturaleza no he conseguido discernir, impedía el encuentro fecundo de la imaginación con la escritura.
Recordó que según Platón existe un puro mundo de las ideas y una tierra sublunar donde alcanzan un desteñido reflejo, como quedó ilustrado en la alegoría de la caverna. Se recordará que en ella la realidad que registraban los sentidos quedaba reducida a las sombras que los hombres veían proyectadas en la pared de su fondo. Su caso, me confió, resultaba igualmente indicado para ilustrar cualquier idealismo: oscuras sombras de luminosas ideas habían resultado siempre sus escritos.
Sin despreciar su dolor, me permito apuntar que esa afirmación podría hacerla con iguales o más poderosas razones cualquier escritor, y en general cualquier artista. Sin ir más lejos –no llegando por mi parte a ser ni lo uno ni lo otro– quien esto escribe estaría en condiciones de formularla con pesadumbre cuando termine de narrar lo que cuenta, cuya materia, adelanto, será mucho más rica que su pobre envoltura. No sería exagerado afirmar que puestos a escribir o a pintar, todos somos Homero Escribano.
Lo paradójico era que a diferencia de aquellos que padecen y deben esforzarse para dar con una buena historia digna de ser contada, no carecía nunca de inspiración. El dios o la musa jamás habían rehuido visitarlo. Se podría decir incluso que con exagerada y desproporcionada insistencia, como unos carteros que sin saber que les dan cada vez una dirección incorrecta equivocan la puerta en la que golpean para entregar un envío.
En una sola ocasión el resultado de sus empeños por convertir esas inspiraciones en páginas escritas tuvo lectores insospechados de cualquier parcialidad o interés, capaces de medir la insuficiencia que caracterizaba su prosa. El disgusto provocado por aquel señalado fracaso, que sería un dramático parteaguas en su vida, le permitía mostrar, en el momento en que se ocupaba de evocarlo, un rasgo de inusual nobleza. Comprendía la decisión de los jueces, tal como un reo podría reconocer como justa la condena recibida, diciendo “bien hecho” antes de ser invitado a sentarse en la silla eléctrica o a dejar que en el cadalso el verdugo colocase la soga en su cuello.
“He sido una potencialidad que se niega –apostilló–, una semilla que en el mejor de los casos se convierte en un yuyo rastrero que debe ser arrancado de raíz para no afear el ameno jardín de la literatura”. Cuando lo escuchaba pensaba cuánto mejor le habría resultado cultivar la sentencia y el epigrama, en los cuales la expresión de una verdad, en pocas y precisas palabras, prescinde de la laboriosa y difícil narración de una historia.
A continuación comentó que a su parecer el drama de su vida estaba resumido en su nombre y apellido, como si estos, combinados de una manera azarosa y desafortunada, hubieran constituido la cifra condensada de su destino. Aplicaba la lógica del cabalista, que extrae ocultos significados de la singular ubicación de lo escrito en las páginas del texto sagrado, aunque en su caso lo hacía, de manera más modesta, con escritos profanos: su partida de nacimiento y su documento de identidad.
Sostenía que los datos básicos de su filiación reunían sin armonía al primero de los grandes narradores, al gran Homero, fabulador de la guerra de Troya y de las andanzas de Odiseo, con un apellido que remitía inequívocamente al escribano, el profesional liberal de peor y más ingrata redacción.
“Si usted –me dijo– ha leído antes de firmarlo un documento notarial, sabrá a qué me refiero y se imaginará sin dificultad los rasgos que tuvo, aún en los momentos de mayor inspiración, mi indigesta escritura. En mi nombre asoma la épica invención, pero ya en mi primer apellido es negada, y una cosa va contra la otra y la anula. Debería haberlo advertido mucho antes –se lamentó luego, como quien descubre, ya demasiado tarde, la inutilidad de unos afanes que para su sosiego podría haberse evitado–”.
Tras ese amargo exordio, que marcaría el tono apesadumbrado de lo que sería su larga confesión, rememoró que de niño su mamá le leía los cuentos infantiles tradicionales, o narraba en su defecto simpáticas y animadas historias de su invención, cuya reiteración él exigía berreando, lanzando con violencia lo que tuviera a su alcance y agitando sus manitos en señal de una acuciante demanda que jamás era desoída. Atención y amor nunca le habían faltado de parte de aquella cariñosa mujer que leía tan bien como si hubiera sido, más que una madre a tiempo completo, una declamadora o una actriz dramática contratada para entretener a un niño siempre necesitado de fábulas que lo distrajeran.
Pasados algunos años, y ya incorporada la palabra, se le dio por mentir, pero siempre fracasaba en su intención de engañar a los demás, aunque se tratara de un ejercicio inocente y sin consecuencias graves. Aunque tenía en su cabecita la falsa historia concebida, al trasmitirla fallaba, se contradecía, confundía los nombres, y terminaba descubriéndose. Su padre, que tiempo después moriría fulminado por un rayo, le aplicaba como severo castigo la prohibición absoluta de hablar. A mi ver ello fue un formidable incentivo para el desarrollo de la imaginación del pequeño, porque si bien su palabra enmudecía, la fantasía nunca dejaba de expresarse en su interior tejiendo historias que se contaba a sí mismo para distraerse y aliviar en algo su condena en el cuarto oscuro donde permanecía encerrado en penitencia.
Como en la semilla están el árbol y sus frutos, en dichos contratiempos estuvieron contenidos ya sus futuros dramas. Igual que más tarde, y por motivos no muy diferentes, abandonaría la escritura de cuentos y novelas, dejó de mentir, pero no por un prurito moral, sino por fallas de ejecución que le resultaron insuperables».
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